lunes, 19 de septiembre de 2016

Sectas destructivas y abuso psicológico

*por Juan Manuel Otero Barrigón 

El debate contemporáneo en torno a los grupos pseudoespirituales tiene su punto de partida en 1978, cuando más de 900 miembros del grupo Templo del Pueblo, con sede en Guyana, aceptaron la invitación de su despótico líder Jim Jones para “acompañarlo hacia el más allá” y se quitaron la vida en forma masiva al ingerir una mezcla de jugo de naranja con cianuro. Nadie podía explicarse cómo era posible que una sola persona hubiera dominado a tanta gente, al límite tal que los padres fueran capaces de ofrecer a sus hijos ese brebaje mortal.

En ese contexto, psiquiatras, psicólogos y científicos sociales comenzaron las primeras investigaciones modernas sobre un fenómeno que claramente trascendía las fronteras de lo religioso y que se constituía en un fenómeno psicosocial de características precisas y consecuencias temibles.

Manipulación. Está claro. La mayoría de los grupos pseudoespirituales no llega a los límites alcanzados por el Templo del Pueblo. Sin embargo, sus miembros son, a veces, sometidos a las mismas dinámicas de abuso y manipulación psicológica que observamos en grupos de aparente menor extremismo. El abuso psicológico en estos grupos toma la forma de prácticas coercitivas, que apuntan a reducir a la persona a un objeto posible de ser manipulado y controlado, atentando así contra sus derechos fundamentales de libertad e identidad.

Cuando una persona ingresa a un grupo pseudoespiritual, amén de “sentirse especial” e instantáneamente querida y valorada por los demás miembros, es siempre sometida a la imposición de una nueva y radical visión de la realidad.

Para ello, estos grupos apelan a un arsenal de técnicas que buscan anular la personalidad de la víctima, sobre la cual se moldeará una nueva, acorde con las necesidades del grupo y los caprichos del líder.

La dinámica del abuso psicológico implica la puesta en práctica de controles precisos que abarcan por completo la vida del nuevo miembro, sometiéndolo al grupo. Entre ellos, el control de todos los aspectos de su vida pública y privada, desde su economía personal hasta sus actividades y relaciones afectivas. Se instrumenta, al mismo tiempo y con diversas “excusas”, un progresivo aislamiento respecto de su familia, amigos, trabajo, estudios, fuentes alternativas de información y redes de apoyo social, lo que, al dejarlo inestable, sin sus marcos de referencia habituales, lo obliga a encontrar otros nuevos, y son sólo los del grupo sectario los que en esa situación halla disponibles.

Por otra parte, la garantía del abuso va a estar asegurada por la presencia y la imposición de una autoridad única y extraordinaria, encarnada en la figura de un líder carismático y dueño de un “poder” sagrado y fascinador, cuyos mandatos deberán ser obedecidos sin admitir el disenso. Es el “poder” del líder el que va a permitir la instrumentación de actitudes de desprecio, humillación, intimidación y exigencias hacia el adepto, manipulando su sentimiento de culpa y otorgándole el perdón, según su obediencia o rebeldía, frente a los mandatos “divinos” del líder.

Quienes se involucran con este tipo de grupos, y entre ellos en especial los jóvenes, suelen ser personas comunes que, al momento de ser abordadas, se encuentran quizá en un camino de sincera búsqueda espiritual, un poco solas, angustiadas o aburridas de la monotonía o transitando por un momento difícil de su devenir, pero que nunca pudieron advertir que el costo de “pertenecer” y “ser especial” iba a ser tan alto. Ni más ni menos que la posibilidad de realizarse como personas libres.

(Texto publicado originalmente en el periódico La Voz del Interior, Junio de 2011)

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