viernes, 18 de mayo de 2018

La trampa del ego divinizado


La trampa del ego divinizado,

por Juan Manuel Otero Barrigón

Vamos a referirnos ahora a una de las dificultades más difíciles de advertir en la búsqueda espiritual.

Prácticamente, no existe tradición que no haya aludido a la necesidad de mantener a raya el ego, sino incluso de suprimirlo, como paso previo a todo proceso de auténtico despertar. El célebre filósofo y divulgador Alan Watts definía en su libro al ego como una estructura social, más bien una ficción, enraizada en una concepción dualista del hombre y la realidad Ficción que nos mantiene sumidos en una falsa conciencia problemática, a la cual nuestro spiritual entertainer denominaba la Gran Mentira Social. La liberación, en dicho sentido, no supondría sino la toma de distancia de nuestro estilo egocéntrico de conciencia, aquel que nos mantiene amarrados a Maya, en tanto velo fabricado por los condicionamientos impuestos por las instituciones sociales. Liberación cuyo fin no sería destruir al ego, sino más bien, sobrepasarlo, trascenderlo, para descubrir que aquel a quien tan seriamente solíamos considerar, no encubre, sino en el fondo, más que un juego que decidimos jugar solemnemente.

Como parte de esta ilusión sostenida por los numerosos condicionamientos en los que nos vemos atrapados, solemos correr el riesgo de echarnos a descansar en nuestros aparentes logros, engordando nuestro ego para sumergirnos más profundamente en las marañas de esa red de la que, inicialmente, decíamos querer escapar.

Así, y a medida que dedicamos más y más tiempo al camino elegido, se va edificando, en muchos casos, la fortaleza de un ego, que adornado ahora con laureles, comienza a sentirse cada vez más satisfecho consigo mismo, quedando sujeto a una profunda hipnosis, cuya voz repite, una y otra vez, “haz alcanzado la meta”.

De esta manera, la estructura de personalidad marcadamente egoica, se encierra en sus propios conceptos espirituales e ideas, construyendo una armadura invulnerable a toda “influencia exterior”.

Refugiados en su propia órbita narcisista, los egos divinizados se distancian de los demás, mostrándose invulnerables y autosuficientes, renuentes a toda retroalimentación positiva con el medio circundante.

Disociado progresivamente del auténtico sendero de individuación, el ego divinizado busca ser otro, alguien distinto, cada vez más lejos de convertirse en quien realmente es.

Su peregrinaje hacia la autoentronización emparenta al ego divinizado con la afección característica de aquel individuo que padece el “síndrome del iluminado”. Personas que sienten tener una mirada única de la vida, y que, considerándose de algún modo excepcionales, se creen con el derecho de moralizar aquí y allá, condenado todo lo que creen equivocado, rechazando cualquier tipo de ayuda por parte de otros, y atribuyéndose la potestad de indicar a los demás “el camino correcto a seguir”.

La trampa del ego divinizado es tal, que de a poco va minando la calidad de los vínculos con los demás, ya que la sensación, es que el resto de las personas no se encuentran a la propia altura. El ego divinizado las mira desde arriba, parado sobre un pedestal de plástico, creyendo haber alcanzado una meta, que más que nunca, lo elude.

Así, el ego divinizado es el opuesto no complementario de la auténtica apertura al mundo que acontece a quien comienza a saborear los frutos del camino transitado conscientemente. Alegría, comprensión, compasión, desprendimiento, autodependencia, generosidad, y tantas otras cualidades que brotan desde lo más íntimo como resultado de todo caminar despierto. Tesoros inaccesibles para quien, despistado, se enreda en las telarañas de la autoimportancia y el mérito propio.

A menudo, el mariposeo espiritual al que nos referirnos al hablar de la espiritualidad chatarra, suele ser una ruta directa hacia la divinización del ego. Buscando incesantemente nuevas teorías, participando de más y más talleres y cursos, leyendo más y más libros, se pueden ir creando las condiciones para el autoengaño, ya que difícilmente se haya podido dedicar el tiempo necesario para metabolizar pacientemente las riquezas descubiertas. “¡Pero si es que yo dedico tanto tiempo a la vida espiritual!”, se queja, ofendido, el ego divinizado.

Y es que atrapado en la mera afirmación de sí mismo, el ego divinizado y sus exigencias, sólo ocultan tras la fachada de una nobleza y contemplación tan neuróticas, el rostro más fiero de las vanidades.

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